miércoles, 29 de noviembre de 2017

(7) En Whanganui y Wellington, la capital "oficial"

Parece ser que esta es una "scenic road"
Desde National Park, en Tongariro, nos dirigimos a la costa este, a Whanganui, pero para ello preferimos no utilizar el camino más rápido y de mejor carretera. Elegimos bordear el río Whanganui atravesando el parque nacional del mismo nombre. Diferencia, que utilizamos lo que se anunciaba como una scenic road, algo así como una ruta donde prima el paisaje, y era cierto. También que la carretera está en un penoso estado. Estrecha, con algunos hundimientos hacía el río, desprendimientos y cosas de este estilo. Como muestra, estas imágenes.



Ignorantes de todo esto, la previsión era emplear una hora entre National Park y Pipiriki (62 kilómetros) y alrededor de una hora y media para los 76 kilómetros que restaban hasta Whanganui por la scenic road, pero fue más, claro. Pese al estado de la carretera, nos llamó la atención que hubiera señales limitando la velocidad a 80 km/h, difícil de alcanzar, al menos para los foráneos, pero también comprobamos que los vehículos que transitaban por allí, pocos, nos adelantaban de inmediato. Obviamente, íbamos con mucho cuidado.

En el parque nacional, antes de entrar en esta deteriorada carretera, destaca su exhuberante vegetación. Árboles enormes salpicados de grandes helechos arbóreos, una mezcla muy atractiva.

En Pipiriki se nos frustró un paseo en jet boat por el río, ya que con trabajo llegamos al embarcadero, pero los barcos que habíamos visto de lejos ya habían partido y no había información de ningún tipo sobre horarios.

A partir de aquí la carretera fue de mal en peor, lo que provocó un debate sobre si había sido la mejor opción pero, claro, se elige sin tener todos los datos y luego aparecen imprevistos. En cualquier caso, disfrutamos de las panorámicas y comprobamos que había pocos pueblos y hasta escasas casas aisladas. Nos pareció una zona poco desarrollada y especulamos sobre si habría mayoría de población maorí.


Pese a las dificultades, llegamos sin problemas a The Grand Hotel en Whanganui, edificio de casi un siglo (1927), pero que fue posteriormente ampliado. Dentro tiene sabor de época, pero a nosotros nos correspondieron habitaciones en la zona más moderna, que no estaba mal. En total pagamos 273 euros con desayuno incluído, aunque este bastante mejorable.


Tras instalarnos, salimos a dar una vuelta y pasamos al lado del ayuntamiento.



También fuimos al iSite, oficinas turísticas de las que en pocos días nos habíamos hecho devotos. Pero no hubo suerte. Intentamos contratar un viaje en barco por la desembocadura del río, pero era ya un poco tarde y lo que nos ofrecieron pensamos que no merecía la pena. Optamos por ver la ciudad a pie siguiendo las indicaciones de una de las informadoras que a petición nuestra también nos sugirió dos restaurantes para comer.


Cruzamos al otro lado del río y de inmediato se nos planteó una disyuntiva: subir un montón de escalones hacia la torre que veíamos en lo alto o utilizar un ascensor (de pago). Elegimos lo segundo y para ello tuvimos que recorrer un largo túnel, 213 metros, antes de tomar el elevador. Es una máquina antigua, que data de 1919 y por tanto asciende con calma para salvar un desnivel de 70 metros. Se construyó pensando en el futuro urbanístico de la colina Durie.


La decoración con motivos maoríes está por todos los lados, y no es fácil de imitar.



Desde arriba tuvimos una visión de la ciudad que no nos sorprendió: casas bajas y calles rectilíneas, marca país NZ, todo ello en un meandro predesembocadura del río.


Después de otro pequeño mirador de 41 escalones, nos decidimos por subir también los 176 de la War Memorial Tower


Y tuvimos una vista es todavía más amplia, como se ve en la foto siguiente.


La ciudad tiene mucha historia, desde que se aposentó el primer europeo en 1831. Cuando el asentamiento comenzó a crecer surgieron problemas con los maoríes y hubo varios años de conflicto. El gobierno envió miles de soldados, pero finalmente se logró un acuerdo, hasta el punto de que los nativos de la zona ayudaron a los pakehas (colonos) en las posteriores guerras de la Tierra de Taranaki.

A la búsqueda de uno de los restaurantes recomendados bajamos de la colina y empezamos a recorrer el margen del río por un parque muy agradable.


Un puente metálico nos permitió atravesar nuevamente el río Whanganui y, tras una marcha de varios kilómetros, localizar el restaurante. 


Se trataba del Caroline´s Boatshed, donde comimos cómodamente en la terraza. Es un local amplio, definido como gastropub, que al parecer está muy de moda en la ciudad y, de hecho, se fue llenando de gente, sobre todo a partir de las cinco de la tarde. Ante nuestras dudas con la oferta de cervezas nos ofrecieron probarlas, cosa que al parecer es muy habitual. También nos ponían siempre agua fría del grifo, de lo más cómodo.


El almuerzo/cena estuvo bien, a base de carne o pescado, según el gusto de cada cual.


Regresamos igualmente andando, pero por el margen contrario del río, de nuevo el parque, todo él convertido en zona lúdica, de paseo, de un tamaño enorme.


Nos llamó la atención un gran parque infantil, con juegos y muñecos de personajes infantiles, casi como un parque de atracciones, pero este completamente libre.

Finalizamos en el centro de la ciudad, donde nos llamó la atención la abundancia de edificios históricos, del siglo XIX y de comienzos del XX. Nos pareció de las más interesantes para vivir de las vistas hasta el momento. Quizás por ello está siendo elegida por artistas para residir y viejos edificios del puerto se están convirtiendo en talleres de cristalería fina. 

Es una ciudad en la que el debate sobre su nombre ha generado años de polémica social. Tras años de coexistencia de ambos nombres, Wanganui y Whanganui, y después de una consulta popular, finalmente la denominación oficial es la segunda conforme a la grafía maorí.

WELLINGTON O WELLY, LA CAPITAL


Siguiendo nuestro itinerario, visitar la capital de NZ era obligado: está en la punta sur de la isla norte y desde allí parten los ferris para la isla sur. La apostilla de "oficial" en el título a su condición de capital viene dada por la importancia de Auckland, que fue la capital anteriormente y multiplica por siete su población (200.000 y 1.400.000 habitantes), además de ser su principal centro económico. 


Entre Whanganui y Wellington hay casi 200 kilómetros, que precisan unas dos horas y media de carretera.Teníamos reserva para dos noches en el Apollo Lodge Motel, que cumplía las expectativas (460 euros en total). Nos dividimos en dos habitaciones tipo estudio y un apartamento, de otras dos habitaciones y dos baños, aparte del saloncito y cocina de la imagen superior. Todo muy limpio y cómodo.


En Wellington hay una visita obligada: Te Papa, el museo nacional del país. Lo primero que sorprende, y mucho, es el acceso gratuito, circunstancia que se repetiría en otras instalaciones culturales. Pero este es una infraestructura de alto nivel. Fue inaugurado en 1992.


La principal exposición entonces era la de Gallipoli (se mantendrá hasta avanzado el 2018), que describe (con un realismo tremendo) la participación de NZ en la fuerza expedicionaria militar, junto con Australia y Gran Bretaña, en el fracasado ataque a Turquía en la Primera Guerra Mundial.



El ANZAC Day se conmemora cada año el 25 de abril y es festivo en los dos países. Se creó para conmemorar la primera acción militar de las fuerzas australianas y neozelandesas que lucharon en la sangrienta batalla de Gallípoli, que terminó en retirada, con la evacuación, el 20 de diciembre de 1915. Costó la vida a 8.141 soldados ANZAC y más de 18.000 resultaron heridos.



La exposición está fenomenalmente montada: utiliza modelos de gran tamaño hiperrealistas para seguir la historia con personajes reales, a partir del cometido desempeñado por cada uno de ellos, como en el caso de este médico. Por el coste en víctimas, en este caso de un pequeño país muy alejado del escenario del conflicto, Gallipoli supuso un trauma en NZ, como lo prueba esta imponente exposición. Desde el punto de vista informativo, técnico y de imagen, la muestra es para descubrirse. Pasamos un rato empapándonos en lo ocurrido en esta península de la parte europea de Turquía, en el estrecho de los Dardanelos.

Maqueta del campamento de la ANZAC (formado por fuerzas australianas y neozelandesas) en una colina de Gallipoli

Aparte, el museo tiene otras exposiciones en sus seis plantas, de la que Gallipoli ocupa solo parte de una de ellas, en plan temporal. Exhibe también cosas curiosas, como ese enorme calamar gigante.



La riqueza medioambiental del país y su historia, tienen amplios espacios dedicados, lo mismo que el proceso de emigración a NZ, que está en la base de la configuración actual de este país.


La cultura maoría también, más si cabe,  aunque nos resultó algo deslavazada. 


Si bien es gratuito, hay visitas guiadas a las que se puede uno sumar, esas ya de pago pero sólo en inglés.


Acabada la visita, a la que dedicamos unas tres horas, recorrimos la zona litoral, donde en su día ganaron terreno al mar (mediante rellenos, claro) que ahora se han transformado, como en otras muchas ciudades (desde San Francisco a Cape Town, que nosotros conozcamos, pasando por Vigo), a usos ciudadanos y de ocio.


Comprobamos sobre el terreno que la denominación de windy welly que se da a Wellington, para destacar el viento que (casi) siempre sopla, no va de farol.



La zona portuaria reconvertida en área de recreo y paseo está bien diseñada y al caer la tarde comprobaríamos cómo se llenaba de gente que salía de trabajar de los edificios cercanos.


Tras varios intentos de localizar un restaurante en el casco urbano (uno estaba cerrado y otro no nos convenció), terminamos en la zona marítima. Por aquello de nuestra procedencia, elegimos The Crab Shack, de marisco, que estaba a rebosar. Para no mancharnos nos colocamos unos baberos.

Paella en Wellington. Curiosa, y punto
Tomamos de entrante algo de marisco (para comparar), una especie de centollas enormes, que presentaban algunos cambios sobre la forma de servirla en Galicia. Venían calientes y quizás demasiado cocidas. Aunque no estaban mal, lo mejor era la salsa, con lo que todo queda dicho. El precio no era barato, pero se trataba de marisco y en un sitio de moda en la capital.


Como es obligado, callejeamos por la zona céntrica de la ciudad, atestada de gente en todo momento y donde nos daba la impresión de que había pocas viviendas, si acaso algunos apartamentos, ya que la mayoría del personal vive en casas unifamiliares en los alrededores.


Usamos el popular y famoso Cable Car, que data del ya lejano 1902, para subir a la parte alta de la ciudad.


Es un pequeño funicular rojo que salva una empinada pendiente.


Desde arriba divisamos una amplia panorámica .



Sin embargo, lo que queríamos desde allí era bajar atravesando el Jardín Botánico, lo que precisó un paseo en descenso por la colina donde termina el funicular.





Como es norma en la casa, el acceso también era libre, un desahogo para el bolsillo de los visitantes.

Inmenso pohutukawa en el Botánico de Wellington
El recinto nos encantó, incluso nos pareció maravilloso por los ejemplares de árboles que pudimos disfrutar. Hasta había una zona en plan huerto, especialmente preparada para visitas escolares. 


Dimos una buena vuelta y decidimos volver al centro descendiendo por el otro lado de la colina.


Ocupa en total 25 hectáreas, y confirma la preocupación de los "kiwis" por las zonas verdes.


Además de los árboles autóctonos, cuenta con una amplia rosaleda, con una gran variedad de colores.


En la bajada nos encontramos con el barrio gubernamental, donde se encuentran el parlamento, los ministerios y las oficinas del gobierno: el centro de la capital burocrática. 


Nos llamó la atención, viniendo de la traumatizada Europa, la ausencia de vigilancia. Recorrimos zonas interiores y ni un solo policía.



Atravesamos también este cementerio que en su momento resultó dividido por una autopista. A estas alturas estábamos derrengados tras un día completito en la calle. Retornamos por ello al hotel para descansar y prepararnos para el segundo día en Wellington.


La jornada siguiente empezó con un plan bien distinto: un paseo por Te Kopahou Reserve, una zona protegida en la costa sur de la ciudad, a una media hora en coche.


Pese a la fama de Wellington, era un día realmente caluroso y lo comprobamos con el paseo de algo más de una hora (otro tanto al regreso) junto al litoral.


El lugar estaba muy tranquilo, casi desierto, nadie nos importunaba. Según anuncian, en invierno (mayo-agosto) hay colonias de leones marinos. Ya en diciembre, no vimos ni uno.


Un grupo de veleros nos entretuvo, ya que la ausencia de viento los mantuvo un rato casi parados.



Mientras, nosotros localizamos las Red Rocks, uno de los motivos de la fama de esta reserva. Son unas rocas de color rojizo que le han dado nombre y por el que es mayoritariamente conocida.


Es un área volcánica, donde la presencia de pequeñas cantidades de óxido de hierro confieren este peculiar color a las rocas. La mitología maorí señala otros motivos, como la presencia de un explorador que recogía marisco, y uno de los animales le hizo sangrar... Una segunda, una de sus hijas se hizo un corte dolida por su ausencia....  Versiones al gusto, por lo que se ve.


Al regresar, y el día seguía siendo caluroso, llegamos con el coche hasta el Mount Victoria, desde el que se divisa la ciudad, y como se aprecia en las imágenes superior e inferior, con el mar por varios lados, pero se trata de dos miradores distintos. Se marcan bien los rellenos de tierra en el mar, que nos recuerdan el de Bouzas, en Vigo, que creíamos casi único. Pues no.





Son escasamente 200 metros de altura, pero ofrece una buena panorámica.



Y como es habitual, el arte maorí presente en cualquier lugar. Desde el monte Victoria divisamos la Oriental Beach y decidimos volver al motel para pillar bañadores y toallas y acercarnos caminando unos diez minutos.




En la imagen superior, Jaime se acerca a una plataforma, el sitio donde un joven nos preguntó por la situación de Cataluña...El baño fue muy agradable. 


Lo dicho, la playa y toda la zona, a rebosar en esta tarde de viernes.


A última hora de la tarde debatimos donde ir a cenar. Había variadas opciones, y se impuso la tesis de un restaurante de Mongolia, que resultó curioso. Su nombre, Gengis Khan.


El eje del local era una enorme plancha donde varios empleados de pie te cocinaban todo lo que tu mezclabas en un bol: carnes y verduras variadas, aunque primero tomamos todos sopa de pollo con maíz, pelín dulce. Antes y después de la plancha, un enorme mostrador de salsas te permitía condimentar la comida. 



Al principio estábamos casi solos, pero luego la cola era enorme y se tardaba en llegar a la plancha. Era de precio modesto (con vino y cerveza  no llegamos a 19 euros persona) en nuestra opción de bufé libre, la que usaba prácticamente todo el mundo. 


Como prueba de la temperatura, nuestro calzado al caer la noche. Tras el restaurante, una vuelta por la zona para digerir lo comido. Y a dormir, que al día siguiente cambiábamos de isla.