martes, 21 de noviembre de 2017

(3) El norte de la isla norte

Llegando en la furgotaxi del aeropuerto a recoger la nuestra, que nos daría un buen servicio

La configuración de Nueva Zelanda hace que la primera cuestión a resolver cuando se viaja a este antipodiano país sea decidir la ruta. La llegada es casi forzosa a Auckland, su principal ciudad pero no su capital (lo fue entre 1841 y 1865), ya que concentra las principales rutas aéreas. El dilema es optar por dirigirse al norte, la alargada punta de la isla, o bien enfilar hacia el sur. Nosotros optamos por la primera opción para hollar Cape Reinga, el extremo norte de Nueva Zelanda.


Pero, claro, tras un largo viaje, no era cosa de llegar a Auckland y salir pitando. Así que el programa incluía pasar una noche en la ciudad, en su extrarradio, para no liarnos con el tráfico, e iniciar la ruta a la mañana siguiente. De esta forma entrábamos en contacto con el país, con su tráfico british (por la izquierda) y visitábamos por primera vez un supermercado, lo habitual en estos casos. En lo relativo a la circulación rodada, en este primer escarceo rozamos ligeramente con el espejo una furgoneta, sin causar rasguño alguno, pero su propietario se puso inicialmente como una hidra. Nos hizo parar y empezamos a hablar. Nos temíamos lo peor, pero se ablandó al instante al saber que éramos turistas, nos felicitó por haber parado ("no todos lo hacen") y luego su interés era conocer datos del viaje. No fue una mala manera de comenzar: fuimos conscientes de que había que conducir con cuidado y palpamos también la amabilidad kiwi.


Sin mayores dificultades, ejerciendo Álvaro de copiloto al mando del correspondiente mapa en el móvil, localizamos la casa de alquiler a la que, como en casos posteriores, accedimos con una clave que nos dieron por teléfono al llegar al lugar. Un rato después, el dueño o encargado se personó para cobrar (portanto la maquinita para el pago mediante tarjeta) y ese fue todo el contacto que tuvimos, pero suficiente. El precio por una noche para todos fue de 227 euros. 





El Awesome Vacation Home fue una buena manera de empezar el periplo. La casa, bajo y planta, era parecido a cientos de los alrededores y, por lo que comprobaríamos más adelante, similar a gran parte de la ciudad, en cuyo centro hay edificios altos pero la mayoría de la gente vive en barrios de este tipo.


Era una vivienda confortable en la que descansamos con el intento, un tanto vano, de dejar allí mismo el jet lag. 


Nos preparamos nuestras primera cena en plan sencillo y a la mañana siguiente, después del desayuno, estábamos listos para lanzarnos a la carretera.


Salir de Auckland hacia el norte por la Costa Oeste nos permitió de inmediato confirmar que Nueva Zelanda es paisaje, fundamentalmente, todo verde (casi) y colinas tapizadas. Nos sentíamos francamente bien y animados, aunque viajábamos atentos a la carretera, más bien estrecha con un solo carril en cada sentido y eso que se trata de la principal. Nos sorprendió, pero con el paso de los días comprobaríamos que es el tipo de vía habitual y que soporta un gran tráfico, camiones incluidos (vehículos inmensos, muy limpios, como los que se ven en USA).


También disfrutamos de nuestro primer café, cuestión en la que siguen el sistema americano de cantidad sobre calidad, para nuestro gusto. Aunque, como viajeros aficionados, lo primero de todo es adaptarte. Y eso hicimos.


En esta primera jornada efectiva ya teníamos un plato fuerte, la visita al bosque de Waipoua, el de los grandes kauris, los árboles autóctonos de la isla norte, de los que quedan pocos pero ahora excepcionalmente vigilados.

El "centro de interpretación" del bosque de kauris aporta muy escasa información

Unos kilómetros antes del bosque se encuentra un centro de interpretación y nos pareció una buena idea documentarnos previamente. Tuvimos que desviarnos de la carretera y seguir por un camino sin asfaltar muy estrecho, lo que obligaba a hacer equilibrios con los vehículos que circulaban en sentido contrario. A posteriori nos percatamos de que no merecía la pena. Más que un centro de interpretación era una pequeña tienda de souvenires con cafetería, pero ya no tenía remedio.




Al adentrarnos por los caminos, bien marcados, para visitar los kauris más antiguos, primera sorpresa: al entrar y al salir era preciso limpiar y desinfectar las botas para evitar introducir semillas ajenas y modificar el hábitat. No lo habíamos visto nunca, aunque íbamos informados de que en el aeropuerto si vas con calzado de montaña te obligan a entregarlo para su limpieza. No fue nuestro caso, lo llevábamos reluciente.




El bosque es un lugar atractivo y cuenta con senderos de corta duración en los que se circula por paseos de madera, recubierta con una malla plástica para evitar resbalones, que te llevan a los principales árboles. Eso, si como en nuestro casi se trata de una visita rápida. Si no hay senderos más complejos y visitas guiadas de mayor duración.


La primera parada fue en Te Matua Ngahere, el más antiguo de todos (se estima que tiene 2.000 años) pero es el segundo por su tamaño aunque tiene 16 metros de perímetro. Otro más joven lo supera en tamaño: es el Tane Mahuta, con 51 metros de altura y 14 de diámetro. Se le atribuyen 1.200 años de existencia.


Pese a sus enormes dimensiones, se hace difícil calibrar su gran tamaño al estar integrados en el bosque rodeados de otros árboles. 


En cualquier caso, impresionan, y estuvimos un buen rato observándolos e imaginando lo que era aquella Nueva Zelanda plagada de bosques como este .


Aunque endémicos en su momento, la tala indiscriminada por parte de los europeos durante la colonización estuvo a punto de hacerlos desaparecer. Su forma rectilínea, su gran tamaño y la escasez de nudos y ramas bajas los hacían adecuados para construir barcos, mástiles, casas y hasta muebles.


Pese a su tamaño, son árboles frágiles y por ello evitan que se pisen las raíces o el terreno junto al tronco ya que los daña. Abundantes carteles piden a los visitantes que extremen las precauciones.


Lo majestuoso de los árboles y la jornada soleada nos permitió disfrutar del bosque, el más famoso de kauris en toda  la isla. Estaba plagado también de helechos arbóreos, todo un descubrimiento para nosotros y que por suerte nos acompañaría la mayor parte del viaje. Empezamos a saber por qué la hoja de helecho es el símbolo de NZ.


Tras un breve descanso con tentempié cerca del Tane Mahuta seguimos el viaje hasta Hokianga, donde teníamos que tomar un ferry para seguir viaje hacia el norte. Llevábamos pocas horas en NZ y sol nos acompañaba en todo momento, para nuestra sorpresa. Todo lo que habíamos leído señalaba que en este país llueve muchísimo, en algunos sitios hasta 300 días al año, pero de momento ni intuíamos el agua. Lo que entonces no sabíamos es que este tiempo despejado y soleado iba a ser la tónica de nuestro tour.


Seguimos unos kilómetros hasta llegar al embarcadero del ferry que nos iba a evitar un largo rodeo por carretera camino de Cape Reinga. Sale cada hora y llegamos justo cuando partía, así que tuvimos que hacer tiempo merodeando por la zona, donde encontramos una curiosa biblioteca, y unas tiendas .



Fue una travesía corta y agradable y después continuamos viaje a la población donde íbamos a pernoctar, Kaitaia.



Teníamos reserva en Waters Edge, una especie de motel aunque su configuración no es la típica de los norteaamericanos, sino algo más complicada. Lo mismo ocurría en su interior, con una distribución confusa, pero sin mayor problema para pasar una noche. Utilizamos dos habitaciones dobles y un apartamento para tres y, con desayuno incluído, nos costó 268 euros. 
Antes acudimos al isite, las excelentes oficinas de información salpicadas por todo el país, pero, claro,  llegamos a las siete de la tarde y había cerrado dos horas antes. Nos quedó claro para el futuro.


Para cenar nos recomencaron el Beach Comber. Optamos por la carne ya que el pescado que ofrecían era todo frito. Tomamos carne (venado, cordero empanado y solomillo), que nos gustaron. Comprobamos que los vinos tenían precios disparados y nos conformamos con cerveza, aún así a 10 dólares (6 euros). La cena nos salió a 30 euros, precio que, 5 arriba o abajo, sería la tónica del viaje.

Al día siguiente desayunamos en lo que parecía la casa de la familia que lo explota, en la que una niña de unos diez años,  antes de ir al colegio, ayudaba a su padre en este cometido. Incluyó huevos, bacon, cereales, algo de fruta, tostadas, café; no estuvo mal.



Desde Kaitaia hasta Cape Reinga hay una tirada, 111 kilómetros a través de la estrecha península de Aupouri que corona la isla norte, distancia que exige algo más de hora y media para recorrerla dadas las características de la carretera, pero no nos importó. El paisaje merecía la pena y disponíamos de tres conductores.



En su extremo, en la punta de la punta, se encuentra el faro que orienta a los barcos que circulan por esta zona. Allí se encuentran el mar de Tasmania con el oceáno Pacífico.


El choque de ambos mares provoca olas, como las de la foto, pero también frente al faro a cierta distancia de la costa, lo que provoca sorpresa por lo inusual.


El lugar rezumaba tranquilidad y pasamos un buen rato por la zona, relajados y paseando hasta el faro con un tiempo magnífico.


Para los maoríes, los pobladores originarios de las islas que se encontraron los europeos al descubrirlas (que llegaron de Polinesia sobre el año 1100), es un lugar mágico por el que pasan los espíritus de los muertos camino de la otra vida. Para los lectores de Sarah Lark es un lugar sobradamente conocido. 


Aunque ajenos a esa creencia, el lugar resulta majestuoso y cálido a la vez, y se ha convertido en un importante foco turístico. Eso sí, pese a lo agradable de la jornada lo disfrutamos con algunos grupos de personas pero ni mucho menos una avalancha.


Nos marchamos de la punta norte de la isla norte planeando alcanzar en la etapa final del viaje el extremo sur de la isla ídem, lo que casi casi conseguiríamos pese al obstáculo imprevisto de una carretera en obras y cortada.


La costa Oeste de la península está ocupada casi en su totalidad por Ninety Mile Beach, la playa de las 90 millas, aunque su longitud real es algo inferior (unas 55, que ya está bien). Parece ser que los primeros misioneros la recorrieron a caballo y calcularon su longitud por el tiempo que tardaron en recorrerla, lo que provocó la confusión.


Desde la carretera no es sencillo llegar a la playa, que solo hay cinco accesos. Está toda su perímetro bordeado por enormes dunas, como la que muestra la fotografía superior.


Tras algunas dudas, elegimos un acceso. Sin embargo, tuvimos que circular unos kilómetros por una carretera sin asfaltar hasta llegar a esta enorme extensión de arena totalmente virgen.


Se puede circular en vehículo por la playa, aunque hay riesgos si cambian las condiciones climáticas. También se ofrece el recorrido como actividad turística en todo terreno, pero renunciamos ya que nos pareció excesivo tiempo para disfrutar de un paisaje que no cambia.


La neblina dificulta la visión a lo lejos, por lo que no se percibe la inmensidad de este enorme arenal. Y desde este paraíso natural iniciamos la ruta hacía Paihía, donde teníamos reservado alojamiento .






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