domingo, 10 de diciembre de 2017

(12) La maravilla de Milford Sound


Milford Sound es un fiordo en la zona suroeste de Nueva Zelanda. Pero también algo más. Entre otras cosas, el lugar más conocido del país, al que viajan casi 500.000 personas cada año, y eso que no resulta sencillo. Hay una única carretera, en ocasiones sinuosa y con bastante tráfico. Por ello, nosotros, como mucha gente, contratamos el viaje (bus y luego barco) y previamente habíamos alquilado una casita dentro de un motel para dos noches en Te Anau, la localidad más próxima.


Se trata de Asure Amber Court, un motel al uso en el que nosotros ocupamos una casa separada de tres habitaciones (a Jaime lo instalamos en el salón) con dos baños y una cocina comedor amplia, por el precio de 466 euros en total por dos noches. Bueno, próxima relativamente, ya que la propia Queenstown, de donde veníamos está sobre el mapa más cerca, pero en este parque nacional de Fiorland prácticamente no hay carreteras y eso obliga a dar un importante rodeo.


Poniéndonos un poco repipís, podría decirse que Milford Sound es una sinfonía de docenas de pequeñas cataratas (alguna no tan pequeña) corriendo por las laderas, un brazo de oscuro mar que penetra entre altas montañas, a su vez alfombradas de verde, conjunto que conforma un espectacular fiordo. Una visión quizás única donde los 6.000 litros de lluvia anual de media provocan visiones que quitan el hipo y como prueba la imagen que sigue.
Antes de afrontar la experiencia tuvimos la suerte de ver una película sobre Milford Sound en Te Anau siguiendo la recomendación del recepcionista del hotel. Tras disfrutarla, convinimos en que el día siguiente iba a ser especial.

Multitud de cascadas cayendo por una montaña en Milford Sound
Siguiendo un orden cronológico, antes de llegar a MS (fiordo al que los nativos llamaban Piopiotahi) fue preciso madrugar (7.30) para que nos recogiera el bus que iba a acercarnos al fiordo. Son 119 kilómetros y realizamos varias paradas en sitios de interés. Una guía nos iba explicando un poco de todo, aunque el inglés de Nueva Zelanda nos hacía las cosas poco comprensibles.


Una de las paradas fue en el Mirror Lakes que, como su nombre aclara, refleja espectacularmente el contorno.


El día estaba nublado y llovió intermitentemente, lo que casi añadió más atractivo a la jornada. Habíamos leído que la lluvia y el Milford son conceptos inseparables. 

Curioso bus de MS en el que los asientos están en pendiente y ligeramente girados para facilitar la visión.
En las paradas y detenciones (aquellas en las que la conductora se detenía unos minutos sin que bajáramos del bus) ya pudimos contemplar multitud de cascadas en las montañas entre las que circulábamos. Una vez en MS, se multiplicarían.

Mientras nos acercábamos a MS íbamos enterándonos de los efectos de la enorme cantidad de agua dulce que se deposita sobre el fiordo. En concreto, que al estar más caliente reproduce las condiciones de las profundidades marinas y fomenta la presencia de animales como delfines, focas y pingüínos.


En tierra tuvimos cerca algún bichito más sencillo, pero llamativo, el kea, que se acerca por si cae o se hacen con algo, como si fuera un mono.


En un momento dado, los chicos recrearon su particular partida de "chinchimonis".


Una vez en el muelle, embarcamos de inmediato en el barco en el que íbamos a recorrer el fiordo, el Milford Mariner.


Son 15 kilómetros hasta llegar a su final, en el mar de Tasmania, donde los numerosos cruceros de las abundantes empresas que hacen la ruta se asoman. Algunos hacen rutas más cortas y por tanto dejan de lado algunas de las maravillas allí existentes. No fue nuestro caso.


No estábamos en condiciones de confirmar la apreciación de Rudyard Kipling, que calificó MS como la octava maravilla del mundo, pero sin lugar a dudas el sitio impacta.


Las montañas de los margenes son de gran altura, de unos 1.200 metros, aunque alguna que llega a los 1.500.


Y de seguido de muchas de ellas empezó a manar agua a borbotones. Un espectáculo del que no nos cansaríamos.


El día era oscuro, fresco, ventoso y lluvioso, lo que daba aún más ambiente a este sitio impresionante.



La jornada lluviosa fue lo que menos nos afectó (llueve 182 días al año) pero junto con el viento y la temperatura a veces nos obligaba a abandonar la cubierta.


Pero fueron escasos los momentos en que lo hicimos, y eso que la excursión incluía barra libre de café caliente o chocolate.

Sin embargo, siempre que podíamos estábamos arriba. Era un día especial, único.


Durante la visita comprendimos por qué tanta gente viene a verlo, pese a su alejamiento dentro de Nueva Zelanda y lo complicado que resulta llegar.



La llegada a mar abierto provocó un cambio en las hasta entonces aguas tranquilas, que se alborotan.



Sin embargo, el barco no dio la vuelta. Al contrario, recorrió todo el frente del fiordo para alcanzar el lado contrario, por donde regresaríamos.


En el camino de vuelta encontramos algunos grupos de focas, cuyo color les permite confundirse con las rocas.


También observamos delfines, que durante un rato parecían seguir a nuestro barco.


Ya de regreso, teníamos dificultades para seguir digiriendo este lugar tan especial, pero lo intentamos.

En varias ocasiones se acercó al límite a cascadas de gran tamaño aunque hubo algunos que disfrutaron de la ducha helada, una experiencia única.


En el camino de ida en la carretera atravesamos un túnel estrecho y complicado, de solo un carril, lo que obligó a detener la circulación. No nos importó ya que aprovechamos para contemplar el paisaje. Hemos sabido que existen planes para construir otro túnel que acorte la distancia desde Queenstown. 


De esta manera seguimos disfrutando la visita hasta que retornamos al muelle.


El viaje de vuelta nos depararía algunas sorpresas, con las que no contábamos.


En una de las paradas el bus nos dejó sobre un puente que salva este fiero torrente.


En otra recorrimos como un kilómetro de un bosque encantador, con los árboles llenos de plantas trepadoras y líquenes.


El lugar se llama The Chasm. 


Y en la parte final de este camino un puente salva otro río donde la fuerza del agua ha moldeado las rocas.


Están horadadas, casi parecen talladas para formar curiosas esculturas.


Y ya cerca de Te Anau, un campo que hubiera hecho las delicias de Heidi.


Era primavera, y esta enorme parcela llena de flores nos pareció casi mágica, y desde luego un lugar para hacer fotografías llamativas.


Llegamos a Te Anau pasadas las 4 de la tarde, pero para nada cansados. Si acaso, flotando de emoción por este maravilloso día. Y si nosotros recorrimos 120 kilómetros, otros turistas hacen la excursión desde Queenstown, con lo que vuelven ya de noche avanzada al punto de partida. Es un viaje demasiado largo, por lo que preferimos instalarnos más cerca. Todavía teníamos libre una parte de la tarde y en Te Anau estaba despejado y soleado. Consumimos estas horas paseando por las tiendas de la localidad y haciendo algunas compras. Lo que más ofrecen, y no baratas precisamente, son prendas de ropa confeccionadas con lana de ovejas merinas. Después, cenamos en The Ranch, un establecimiento de comida americana atestado de gente, entre otras cosas porque tenía una oferta de cordero que estaba muy bien. Llegados a los postres nos aconsejaron que desistiéramos, que iban a tardar. Dijimos que no teníamos prisa e insistimos. Media hora después comprobamos que no tenían intención de servirlos y optamos por pagar y marcharnos. Nunca nos había pasado. Lo sorprendente es que los postres, tipo tarta y pastel americano, estaban hechos.

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