domingo, 17 de diciembre de 2017

(14) Despedida en Auckland, la capital real de NZ

Dedicar un par de días a Auckland tras una visita larga al país era obligado. Entre hacerlo al llegar o antes de marcharnos elegimos la segunda opción, y en ese momento estábamos. Desde el avión que nos traía de Christchurch observamos su configuración urbana.


Sabíamos que era una urbe de facto occidental, con un 60 % de su población (1,4 millones, un tercio del total de NZ) de origen europeo, y así lo constatamos. Sin embargo, también es la ciudad del mundo con mayor número de población polinesia debido a la fuerte emigración. Está volcada al mar y, aunque enfocada al Pacífico, también llega hasta el mar de Tasmania a través de la Manukau Harbour. Nosotros, nada más instalarnos en el Waldorf St. Martins Aparments Hotel, nos fuimos a recorrer su parte céntrica. Teníamos magníficas vistas desde la planta 18 y el hotel no estaba mal, pero cojeaba por la parte de la wifi. Fue de los sitios cutres, donde limitaban el acceso a Internet a 500 megas, que se consumieron de inmediato, una pena. Era bastante céntrico, aunque había que subir unas buenas cuestas para llegar y el precio no estuvo mal: dos apartamentos de dos habitaciones, bastante cómodos  por algo menos de 500 euros dos noches. 

Desde el hotel fuimos descendiendo hacia la zona litoral y pasamos frente al Ayuntamiento.


Ya en plenas vacaciones, en la plaza anexa habían instalado este curioso pórtico a un área de tenderetes.


Jaime no resistió la tentación de fotografiarse junto a la escultura de un exalcalde local.


Sobre una amplia maqueta de la oficina de turismo rememoramos nuestro viaje ahora que estaba a punto de finalizar.


Aunque sabido y previsto, la celebración de la inminente Navidad con calor y un Papa Noel con ropajes del invierno norteuropeo no dejaba de sorprendernos. Y para sentirnos más en Europa, por primera vez encontramos gente sin hogar y mendigos e igualmente policías patrullando a pie. Novedades.


Estés donde estés, la Sky Tower es una visión permanente debido a sus 328 metros de altura. Estuvimos barajando subir, pero algunos ya habíamos visitado la CN Tower de Toronto (bastante más alta, 553 metros) y al final quedó sobre la mesa.


En estas dos jornadas el tiempo soleado y caluroso nos acompañó, por lo que nos mimetizamos con la población local, que rápidamente se lanza a disfrutar del sol en los espacios públicos.



Resulta espectacular comprobar como pasan el rato al solete, que ya era el del verano.


La zona portuaria es un atractivo en sí misma, con yates de todos los tamaños y pelajes.


Fue un gusto pasear por su waterfront, donde reinaba una gran animación por el final de las clases y la presencia de grupos de jóvenes. 


También hay otros atractivos que impresionan destinados, suponemos, a personas caprichosas.



Pero dejando de lado la City y sus calles más céntricas, es una ciudad muy extendida por su periferia, donde reside gran parte de la población en viviendas unifamiliares.


Fotografiamos desde el balcón la puesta de sol....



Espectacular.


Y no lo son menos las vistas nocturnas desde el balcón de nuestro apartamento con una Sky Tower  iluminada.


Antes de hacer estas fotos habíamos dedicado parte del día a hacer las últimas compras y de paso, buscamos donde cenar, pero no logramos reservar. Motivo: dos días después actuaba Paul McCartney y todo estaba a rebosar.



A la mañana siguiente, la torre seguía en su mismo emplazamiento y el día, cálido, invitaba a seguir descubriendo la zona.



Como descubrimos en otras ciudades neozelandesas, Auckland también dispone de parques de ensueño. Por casualidad atravesamos el jardín victoriano Albert Park, en pleno centro, donde observamos árboles de diseño imposible, pero genial.



El ejemplar de arriba, junto al que no pudimos evitar fotografiarnos, impactaba. 



Pero hay también enormes robles, metrosideros y ficus, y otros que no sabíamos identificar.


A la vista de las elevadas temperaturas, el segundo día decidimos acercarnos en ferry a la isla de Waiheke, frente a Auckland, en el golfo de Hauraki, donde pasamos una estupenda jornada y pudimos fotografiar la ciudad desde el mar.


A solo una hora en barco, sus habitantes se desplazan con frecuencia debido a su microclima cálido y seco, y su tranquilidad. 


Y por sus playas. Y por su vino.


La recorrimos (20 kilómetros de largo) utilizando un transporte público y pasamos allí un día muy agradable especialmente en la playa de Onetangi. Está llenita de casas de veraneo que, según el conductor del bus, son muy caras. En la playa había unos pájaros de pico largo que localizaban almejas, las abrían con habilidad y una celeridad pasmosa para comérselas.

Y es cierto que cuenta con numerosos cultivos de vid, de hecho, comimos en una bodega que incluye un agradable restaurante.

Ofertaban un menú frío atractivo (queso, humus, fiambre, además de postres, tarta Pavlova incluida, el más famoso del país) que disfrutamos.


Su presentación era muy original.



Tras la comida, volvimos paseando al muelle donde salía el ferry, que regresaba igual de atestado que a la ida, lleno de gente que como nosotros había ido a pasar la jornada a Waiheke.


Esta amplia bahía es un espectáculo, llenita de barcos de todo tipo en un país donde hay más embarcaciones casi que personas.


Para despedirnos reservamos está imagen de la llegada, ya con el sol declinando y un hermosísimo contraluz de Auckland. En la ciudad dimos un último paseo, tomamos un refresco desconocido en una cafetería donde nos atendió un madrileño de Majadahonda, que quería buscarse la vida en las antípodas. La cantidad de hispanos es tremenda y de hecho el día anterior, que terminamos cenando en un italiano próximo al hotel, la camarera  era brasileira. Esta tarde final regresamos andando al hotel. La animación ya veraniega de las calles era tremenda, lo que hacía más dura nuestra marcha. Atravesamos un mercadillo lleno de gente donde ofrecían churros y después, a hacer por última vez la maleta para al día siguiente volver a casa vía Hong Kong.




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