viernes, 8 de diciembre de 2017

(11) Wanaka y Queenstown, visitas imprescindibles

Aunque localidades de la isla Norte tratan de hacerse un nombre en deportes de aventura, el liderato sigue ostentándolo Queenstown. Hacia ella dirigimos nuestros pasos, pero previamente hicimos escala en Wanaka ya que la distancia es considerable. Sólo desde nuestra cabañita junto a los glaciares hasta este pueblo son 288 kilómetros y para recorrerlos se precisan cerca de cuatro horas.


Un rato después de partir hicimos una parada técnica junto al lago Paringa, del que no teníamos datos. Sin embargo, es un sitio espléndido para hacer un alto en el camino y tenía unos baños limpitos.


Descansamos un poco en este magnífico lugar, en el que casi no había nadie, y seguimos ruta.


De nuevo decidimos estirar las piernas en la desembocadura del Ship Creek. Desde una especie de torre vigía (arriba) se contempla una amplia zona de dunas y un bosque aplanado que llega hasta la arena.


Hicimos un corto paseo (unos 30 minutos), por un sendero claramente delimitado y con paneles informativos. En el mar, por primera vez, observamos emerger y desaparecer lo que nos parecieron delfines blancos, bastante habituales por esta zona.



Es un lugar salvaje y de nuevo la playa se perdía en el horizonte, sin que nada sobre la arena hiciera pensar en cualquier actividad humana.


Tras un rato deambulando, dimos marcha atrás y seguimos hacia Wanaka. Contemplábamos relajados un paisaje que nos pareció casi perfecto: árboles, ríos, mar a nuestra derecha mientras cruzábamos un montón de puentes. Un rato después atravesaríamos el parque nacional de Mount Aspiring, una maravilla de montañas tapizadas de árboles hasta la cumbre sin dejar un resquicio de tierra a la vista y en el que abundan los saltos de agua. Hacía mucho calor (otra vez), con el termómetro oscilando entre 20º y 29º, pero a Wanaka llegamos con ¡31º!. Álvaro nos confesó que al diseñar las etapas tenía miedo de que por esta parte del país las carreteras tuvieran hielo... Increíble. El ambiente era muy caluroso, aunque con algo de viento. Habíamos hecho parte del camino entre dos lagos, después de sortear los Alpes neozelandeses a través de un desfiladero. 


Nos instalamos en el Manuka Crescent, un motel amplio y limpio, como es la tónica, y en el I Site cerramos un recorrido por el río Clutha en jet boat. Pagamos en total 279 euros por dos apartamentos muy cómodos.


Fue hora y media de adrenalina, a velocidad vertiginosa por el río haciendo trompos, giros inesperados, aceleraciones hacia adelante en las que parecía que ibas a estrellarte contra los árboles.....


Estas lanchas son muy típicas de las propuestas turísticas en Nueva Zelanda. Se meten por los ríos a toda pastilla y les basta con unos veinte centímetros de profundidad. Incluso pasan por encima de grandes rocas.


El piloto nos avisaba de los giros de 360º haciendo un gesto con sus dedos. Poco después paraba un minuto para comprobar que todos habíamos sobrevivido... y vuelta a empezar. El paisaje del río y sus orillas, un gustazo.


Sacada la espinita de un viaje acuático a toda velocidad (en el Abel Tasman fue en una embarcación más convencional), después de cenar recorrimos la zona litoral de Wanaka. Elegimos para variar un restaurante de comida asiática, y buscamos ponernos a cubierto, ya que seguíamos a 30º. Se trataba del Thai Siam, donde pagamos 25 euros cada comensal.

Existe una cierta competencia entre Wanaka y Queenstown en la carrera de la villa más bella y más entretenida. Si bien es cierto que la primera tiene un ambiente más de pueblo y Queenstown quizás más sofisticado, cuando al día siguiente llegamos a esta última coincidimos en que claramente es la ganadora.


Esto, ni mucho menos, le resta belleza a Wanaka, también emplazada entre montañas y junto a un lago del mismo nombre que la ciudad (y muy cerca del otro lago, el Hawea), ni a su paseo maritímo.



Allí permanecimos hasta que el sol se puso y nos encaminamos a nuestro motel donde tuvimos que dormir con las ventanas abiertas, por el calor. El día siguiente comenzó con una sorpresa. Tras sopesar varias alternativas, decidimos visitar el Puzzling World con la duda de si no sería más bien algo destinado a los más pequeños.


Variamos nuestra idea inicial de intentar llegar pronto a Queenstown, donde imaginábamos que había mucho que ver.


Antes de entrar dudábamos, pero luego nos alegramos por hacer algo diferente.En su exterior nos hicieron la fotografía que ilustra este blog.


Por resumir, es un laberinto en tres dimensiones y con ilusiones ópticas en el que pasamos un buen rato.


Fuimos conscientes de que jugaban con nosotros, pero como queríamos que lo hicieran, nos reímos de lo lindo.


La guinda fue la recreación de un baño romano, esto ya en plan realista, con una suerte de letrinas con un asiento corrido donde, al parecer, aquellos antepasados nuestros hacían sus necesidades en tertulia. Sorprendente.

Recreación de un baño comunal romano
En el exterior, la visita concluyó con un laberinto cuadrangular con torres en sus esquinas. 


Se trataba de llegar a todas, lo que no resultó fácil. Nos costó una hora de largas caminatas, quizás porque ya estamos un poco pasados para estos jueguecitos. ¡Pero lo hicimos!


Terminada la experiencia, nos pusimos en marcha con el objetivo de llegar a primera hora de la tarde a Queenstown. No había mucha distancia, unos 67 kilómetros por la ruta elegida, que precisa una hora y unos minutos para recorrerlos.


A mitad de camino, más o menos, junto a una bodega nos sorprendió la imagen de cientos, miles, de sujetadores colgados de una valla. Nos detuvimos para ver de que se trataba.


Se trata de una perfomance organizada por una fundación de lucha contra el cáncer de mama con la que solicitan apoyo. 


Todo comenzó con una enfermera que colgó el suyo tras curarse y a ella se fueron sumando miles de afectadas. Algunas de las prendas llevan textos indicando quién lo dejó y sus circunstancias. Mueve a reflexión ver tantos sujetadores y lo que significan.

Ya cerca de nuestro destino hicimos una parada en un antiguo pueblo minero el siglo XIX. Se trata de Arrowtown, actualmente una atracción turística ya que ha conservado una calle con casas antiguas que parecen calcadas del Far West norteamericano, pero ahora reconvertidas en tiendas y cafeterías.


Aunque hay recorridos para conocer como se vivió aquí la fiebre del oro, nos limitamos a recorrer el pueblo y hacer algunas compras. También paseamos por el antiguo asentamiento de inmigrantes chinos de la zona de Cantón que vivían en dificilísimas condiciones en unas minúsculas barracas. Numerosos carteles cuentan la historia de este grupo de pioneros.
Vista desde la habitación del hotel

Por fin llegamos a Queenstown y nos instalamos en dos apartamentos en el Copthorne Hotel Lakeview, desde donde paladeamos una vista de cuento. Sin embargo, al día siguiente fue superada cuando subimos en el Skyline Gondola, un teleférico que nos depositó en un mirador a 450 metros de altura sobre la ciudad. En un plano más prosaico, el precio conjunto fue de 540 euros, el mayor de todos, que para eso es una capital mundial..., pero en tiempos también una urbe minera. A cambio, al día siguiente disfrutamos de un estupendo desayuno bufé y los apartamentos, enormes, estaban francamente bien. Nos hubiéramos quedado otro día.

Imagen idílica tras subir por el teleférico
Desde aquí arriba Queenstown y sus alrededores se convertían casi en un paraíso visual


Aprovechamos la tarde para callejear por la que se considera la capital mundial del deporte de aventura mientras llovía un rato, una novedad. Está volcada en el turismo y todo son tiendas, restaurantes, hoteles y similares.


Además de tomar una caña en un barco-bar, salimos de la ciudad a la península que se interna en el lago Wakatipu y ha conseguido mantenerse sin urbanizar, como se aprecia perfectamente en las fotos anteriores. 


Dicen que el lago es el segundo del mundo en pureza (99 %), por lo que sería más saludable beber este agua que envasada.

En cuanto a la península citada en ella exhiben una estatua gigante con la hoja de helecho y cuenta con un arbolado excepcional, algunos ejemplares de hasta 150 años.


Es un lugar agradable para pasear, con vistas agradables, lagos, jardines. rosaledas y nenúfares.


Antes de pasear habíamos cenado en un restaurante de pescado que nos recomendó la recepcionista, Erika, una agradable argentina, y en el que nos atendió un camarero brasileiro. Tomamos mejillones y bacalao, entre otras cosas, y hubo quien remató con una copa de Pedro Ximénez.


Al día siguiente subimos al teleférico antes de salir para Te Anau, para disfrutar de las vistas.


Arriba, además de tiendas existe la posibilidad de practicar puenting (imagen inferior), pero declinamos.


Eso sí, no nos privamos de echar una partidita en un minigolf.


Curiosamente, estaba situado junto a un cementerio.



Con esto cerramos la visita a esta capital  y salimos par a Te Anau, cerca del Milford Sound, donde sospechábamos que íbamos a completar el trío de ases con Tongariro y el Abel Tasman.

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