lunes, 11 de diciembre de 2017

(13) Al sur del Sur




A estas alturas del viaje éramos conscientes de que afrontábamos las etapas finales, pero queríamos alcanzar el extremo inferior de la isla Sur para iniciar después el ascenso hasta Christchurch y desde allí volar a Auckland y vuelta a casa. Con esa intención abandonamos Te Anau con el recuerdo imborrable de la jornada en Milford Sound. Como teníamos tiempo, optamos por el camino más largo por una carretera casi pegada al parque nacional de Fiordland. Siguiendo esta ruta alargamos casi 50 kilómetros, hasta un total de 200, que nos ocuparon unas dos horas y media de coche. Así llegamos a Te Waewae Bay, donde hicimos una paradita.


Era perceptible el cambio del paisaje, ahora el propio de tierras tan meridionales, con escasa vegetación y mucho viento. 


Posteriormente pararíamos en Riverton, donde paseamos por su calle central y tomamos un tentempié en una cafetería-bakery. Allí estaba un grupo (mujeres menos un hombre, y todos de edad) celebrando una fiestecita. Era la antigua oficina de correos, que data de 1911. Después seguimos ya directos hasta nuestro destino, Invercargill, donde una vez instalados salimos a dar una vuelta.


Se trata de la ciudad más sureña de Nueva Zelanda, y se nota. Ya comentamos el paisaje unas líneas más arriba, pero igualmente comprobamos que a punto de entrar en el verano austral la sensación era otoñal, con lluvia y algo de frío. Mientras recorríamos esta urbe de unos 50.000 habitantes se dirigió a nosotros una colombiana al oírnos hablar español, confirmándonos que el tiempo es casi siempre frío y que en invierno se hiela el suelo, lo que para alguien de su procedencia resultaba terrible. Por ello soñaba con poder marcharse a Christchurch con su marido cuando acabaran sus estudios. Eso sí, no pensaban abandonar NZ.


Aunque hay quien la considera anodina, Invercargill nos causó buena impresión y desde luego mantiene la tónica neozelandesa de grandes zonas verdes públicas pobladas por árboles tamaño XXL. No es el de la imagen superior, pero en un lugar céntrico tiene un parque construido a mediados del siglo XIX de nada menos que 81 hectáreas diseñado al estilo inglés con inmensas praderas de hierba.


Una leyenda como Burt Munro, todo un personaje local, aficionado locamente a la motocicleta, tiene reconocidos sus méritos con esta curiosa escultura.


También nos encontramos este imponente depósito de agua y (abajo) el no menos imponente (y sin duda ecléctico) conjunto escultórico.


Durante nuestro paseo, además de disfrutar de árboles moldeados por el viento, como el que se ve a continuación, certificamos la abundancia de edificios históricos en la zona céntrica y también nos adentramos en una amplia biblioteca que permanece abierta siete días sobre siete. 



Todavía más nos llamó la atención un museo de varias plantas en el que atienden cuestiones variadas, desde animales tipo gecko (en un hermoso terrario -abajo-) a muebles de época victoriana o la batalla de Gallipoli o los naufragios históricos en este confín del mundo y las pequeñas islas situadas entre NZ y la Antártida. 



Estaba realmente bien y, conforme a los cánones locales, de acceso rigurosamente gratuito. Un encanto todo, museo y precio, y allí estuvimos un buen rato. 



En Invercargill nos alojamos en el Homestead Villa Motel siguiendo el esquema habitual  (dos apartamentos, cada uno con dos dormitorios, cómodo y amplio). Alejados de las áreas turísticas volvimos a precios más asequibles: en total 287 euros. Cenamos en el pub Waxy O´Sheas´s, donde nos instalaron cómodamente en un reservado con solera. Muy bien atendidos, cenamos genial.

Reservado del pub irlandés en el que cenamos
El plan del día siguiente consistía en llegar a Dunedin, pero no de forma directa. El recorrido estaba orientado a atravesar la zona conocida como los Catlins para llegar al polo opuesto de Cape Reinga, esto es, el punto más al sur de la isla Sur, como aquel lo era de la Norte. Equivocadamente, habíamos señalado Bluff como el sitio a alcanzar, pero nos dimos cuenta de que no era así y que teníamos que llegar a Punta Slope. Modificamos la ruta pero no tuvimos suerte. A 6 kilómetros de esta punta encontramos la carreterilla de acceso en obras, camiones trabajando y cortada al tráfico. Frustrados, debatimos unos minutos si movíamos la valla y seguíamos, pero nos pudo la cordura... También, el temor a que un poco más adelante no fuera posible seguir. Por un poco, pues, no llegamos a la punta sur del Sur, pero nos forzaron los elementos en contra de nuestros deseos. Optamos por seguir costeando, en la medida de lo posible, una vez desechada la carretera más directa, toda ella interior. Así llegamos a Waipapa Point, un lugar especial en el que existe un faro (imagen siguiente), al parecer el último en madera que sigue en activo.


Numerosos carteles advertían de la presencia de leones marinos en las proximidades, recomendando, por precaución, mantenerse al menos a diez metros de distancia. Si bien no son animales agresivos, no deben ser molestados. 


Solo localizamos algunos ejemplares, de los que nos mantuvimos a prudente distancia, observándolos retozar y entrar y salir del agua.


No resistimos la tentación de hacer un corto vídeo de recuerdo.


Antes de abandonar el lugar encontramos los restos de la casa donde vivían el farero y su familia, colonizados ahora por unos árboles gigantescos domeñados por el viento, que debe de soplar aquí casi de manera continua.



Waipapa Point es conocido también por un grave naufragio ocurrido en 1882, el de un vapor de pasajeros, el Tararua, que provocó 132 muertes de un total de 151 ocupantes. Paneles informativos facilitan información de este siniestro y la verdad es que toda la costa es bastante abrupta.


En un cambio completo de registro, seguimos unos 20 kilómetros hasta Curio Bay para echar un vistazo a su conocido bosque petrificado, que puede observarse con la marea baja, pero estaba alta y aún así era bien visible. 180 millones de años atrás esto era una zona de bosques.


Estaba en el antiguo continente de Gondwana y la actual Nueva Zelanda estaba sumergida. Cubiertos los bosques por lava de erupciones volcánicas, con el paso de  millones de años la parte orgánica de los árboles, enterrados, se fue reemplazando por sílice transformando la madera en roca.



En fechas recientes, los últimos 10.000 años, la erosión los fue dejando al descubierto.


Paseamos por el lugar descubriendo que muchas rocas eran en realidad antiguos árboles. Visto el día, este agreste lugar debe ser espectacular cuando se produzcan temporales. Por cierto, también habitan allí pingüinos de ojo amarillo, muy raros y en riesgo de desaparición, pero no vimos ninguno ya que más bien se dejan ver a la caída del sol y era muy temprano. Los carteles reclaman que no te acerques a menos de 50 metros de estos animales, pero no fue necesario.


Antes de marchar, una última vista panorámica a este curioso Curio Bay desde un banco estratégicamente situado y donado por alguien apodado "Bull".


El día fue exprimido al máximo y todavía tuvimos tiempo de acercarnos a otro lugar maravilloso, Nugget Point, un hermosísimo mirador sobre esta abrupta costa sureste neozelandesa. La distancia desde Curio Bay es de 103 kilómetros, pero la carretera, calificada de scenic road, exige una hora y 40 minutos de conducción. Realmente es un trazado con bellos paisajes de montañas enmoquetadas en verde con grandes prados y áreas arboladas. Un gustazo para los sentidos. Una vez en Nugget, es preciso recorrer andando unos cientos de metros por un sendero con vistas espectaculares y bastante cómodo para llegar al faro, donde hay un bien emplazado mirador.


Las puntiagudas rocas que emergen del agua forman un conjunto espectacular, como dispuesto por un artista utilizando materiales naturales.


Este faro es una instalación veterana, ya que data de 1869/70 y su finalidad es advertir a los barcos de las numerosas rocas existentes en el mar. Este rincón de la costa de Otago es muy conocido por tratarse sin duda de un lugar especial, motivo por el que había numerosos visitantes.


Desde aquí, ya sin nuevas paradas, llegamos hasta Dunedin, donde íbamos a pasar la noche. Teníamos reservadas varias habitaciones en el Hulmest Court, un bed and breakfast instalado en un edificio antiguo de madera,  muy aparente por fuera y por dentro antiguo y un tanto decadente, pero aceptable y más para solo una noche.

Alojamiento en Dunedin
Esta vez fueron tres habitaciones dobles y una individual, al precio total con desayuno de 316 euros. Abajo, dos de ellas, de las más modernas.



Salimos de inmediato a dar una vuelta para conocer algo la ciudad en las pocas horas de que disponíamos. Rápidamente supimos que las cuestas no son un patrimonio de Vigo y que Dunedin debe aposentarse sobre alguna colina. Al llegar al mar nos encontramos con una prueba de triatlón.


Con unos 120.000 habitantes, es la segunda ciudad de la isla tras Christchurch, y en su desarrollo en la segunda mitad del siglo XIX tuvo mucho que ver la minería del oro. Sede de la Universidad de Otago, su pujanza queda de manifiesto en el magnífico edificio de la estación ferroviaria. 

Estación de Dunedin
Inaugurada en 1906 y restaurada con su antiguo esplendor, tiene una ornamentada arquitectura al estilo del renacimiento flamenco. 

Sin embargo, los tiempos de actividad ferroviaria pertenecen al pasado, y actualmente solo la utiliza un tren para excursiones turísticas.

Por ello, gran parte de su planta baja la ocupa un restaurante y en la superior está instalada una galería de arte y un salón de la fama dedicado al deporte.


No demasiado lejos de la estación, y tras algunas dudas, acabamos en el restaurante Plato, un lugar que como mínimo tildamos de friki. Su decoración parecía creada con juguetitos y objetos aportados por clientes, pero no lo aclaramos.


Dicho esto, cenamos bien a base de pescado y nos queda para el recuerdo una excelente y sabrosa tortilla de whitebaits, esos pececitos de los que hablamos en la etapa de Hokitika. Tras ello, regreso a casa por calles desiertas, muchas empinadas y contemplando numerosos murales en medianeras en el marco del pujante street art.

Al día siguiente nuestro único objetivo era llegar a Christchurch, sencillo pero algo lejano. 360 kilómetros separan ambas localidades, pero según Google Maps son necesarias cuatro horas y media para cubrir esta distancia.
En Christchurch, bajo la lluvia
Madrugamos para intentar llegar con tiempo de echar un vistazo a la principal ciudad de la isla. Anunciaban lluvia y solo 13 grados, toda una sorpresa en nuestro viaje, y la previsión se cumplió. Planificamos no parar, o lo menos posible, pero en Temuka, con más de la mitad del trayecto a nuestras espaldas, hicimos un descanso. En una de las tiendas vimos ganapanes de los que emplean los kiwis (apelativo que se dan a sí mismos los neozelandeses) para pescar whitebains. Desde aquí tuvimos la curiosa experiencia de circular detrás de un camión de transporte especial cargado con una cuba gigante que obligaba a desalojar a los vehículos que venían de frente. Fueron bastantes kilómetros y dos coches auxiliares vigilaban la operación delante y detrás, todo ello bajo una lluvia intensa. En los puentes estrechos, bastantes, el conductor tenía que afinar. Pese a ello, circulaba a 100 km/h, el máximo permitido. De esta forma atravesamos las llanuras de Canterbury, pero las nubes y la niebla impedían ver las montañas. Nos sorprendió que, pese a la lluvia, enormes sistemas rodantes regaban las praderas, al parecer debido a la fuerte sequía de los meses precedentes.

El paseo por Christchurch fue un tanto caótico al principio, condicionado por el diluvio que caía sobre nosotros. Un paseo en e tranvía turístico fue de gran ayuda.



Pero poco a poco fue escampando y pudimos hacernos una idea del centro de esta ciudad, castigada por un terrible terremoto en febrero del 2011 que provocó enormes destrozos y casi 200 muertos. 


Tras haber leído sobre el proceso de reconstrucción, en el que se cerró y valló una parte importante del centro para poder rehacerlo, comprobamos que estaba en su fase final.


Sin embargo, sigue siendo una asignatura pendiente la recuperación de su catedral anglicana.


Los cálculos que manejan es concluir los trabajos en uno o dos años, aunque muchos habitantes se han mudado ya que los terremotos son frecuentes y temían nuevos movimientos sísmicos.




Recalamos para cenar en Casa Pública, lugar aparente donde nos hicimos hueco en una terraza cubierta con estufas colgadas del techo que daban algo de calor. Sin embargo, la cena fue muy-muy mediocre y la más cara de todo el viaje. A modo de ejemplo, la brocheta de calamares de la imagen inferior era sencillamente incomible. Así que no es, precisamente, un sitio para recomendar. 



Después, a preparar la maleta que al día siguiente volaríamos temprano a Auckland. Estábamos alojados en el 315 Motel Riccarton, con un apartamento de dos habitaciones y dos estudios para sendas parejas. No estaba mal aunque su principal ventaja era la cercanía del aeropuerto. Con desayuno normalillo,  servido en la habitación el día anterior, 327 euros en total.

No hay comentarios:

Publicar un comentario